«Impuestos, ideas y currencias»
Por: Áureo López
Este asunto de los impuestos es tan viejo como la maña de andar a pie. Gobernantes de toda calaña y procedencia echaron mano siempre de la contribución de los descalzos para mantener ejércitos calzados, privilegios de palacio y caprichos de concubina. En algunos casos, la aplicación de tarifas tributarias era el producto de sosegado análisis, intercambio de opiniones, especulación financiera y cálculos politiqueros. . En otros casos, los gobernantes no perdían su tiempo en razonamientos y le entraban a saco y sin ningún miramiento a pueblos, pueblillos y naciones. Alejando Magno, tras un enfrentamiento con el rey Darío III de Persia, se alzó con la hija del monarca, como parte del tributo por el triunfo en la batalla de Issos en el Medio Oriente.
Con un criterio más avanzado sobre la organización en los campos civil, militar y financiero, el imperio romano reglamentó la recolección de los impuestos. En cada pueblo mantenía un equipo bien organizado de publicanos implacables encargados de la cobranza de puerta en puerta, siempre protegidos por cuerpos armados. Pero el que alcanzó relevancia extrema y demostró ser un hombre sin asco para imponer medidas impositivas, fue el emperador Flavio Vespasiano, quien aplicó la llamada «urinae vectigal», que no era, ni más ni menos que un impuesto a la orina. La idea se le ocurrió al enterarse del creciente número de ciudadanos dedicados al lícito tráfico de sus aguas menores, que tenían un excelente mercado entre lavanderías y curtidores de cuero.
El negocio de vender la micción resultó tan lucrativo que las gentes hacían fila en los orinales públicos con ánforas y jarrones para recoger las aguas ajenas. La apestosa actividad indujo a Tito, hijo de Vespasiano, a señalarle lo asqueroso de aquel impuesto. El emperador respondió acercando una moneda a la nariz del muchacho y le preguntó si olía mal. Como el hijo respondió que no, el emperador le soltó una frase que fue acuñada por mafiosos y gobernantes: «Pecunia non olet», locución latina que significa «el dinero no huele». O en nuestro cotidiano hablar «no importa la procedencia del dinero».
Con esos antecedentes allá en la antigua Roma, y con un presidente en la actual Costa Rica, al que no le tiembla el pulso para cobrar un impuesto hasta por pagar el recibo de la luz, no me extrañaría que ordene la construcción de orinales públicos con cámaras de seguridad para ver quién «mea» más y así subirle la cuota impositiva.
Y si alguien cree que con su fétida iniciativa fiscal, Vespasiano la voló del estadio, se quedan cortos, pues no saben que en el año 320 A. C., un gobernante del imperio Maurya, en La India, celebraba asambleas anuales con su pueblo para escuchar propuestas encaminadas a mejorar las funciones del Estado. Los que aportaban las mejores ideas recibían una amnistía tributaria vitalicia. Yo veo difícil que don Carlos se atreva a aplicar ésa en Costa Rica, donde cualquier hijo de vecino tiene mejores y más brillantes ideas para resolver la crisis fiscal y mejorar la conducción del Estado.